Por Alberto Chanona
Antes de la lanza, o los cuchillos de piedra,
la primera herramienta de todas fue un sujetador para el bebé
que mantuviera sus manos libres
y algo para poner las bayas y las setas,
las raíces y las hojas buenas, las semillas.
Neil Gaiman, Las cazadoras de hongos
San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. 10 de abril de 2018 (Agencia Informativa Conacyt).- En esta época, cuando algunas de las discusiones más importantes que se libran en el mundo giran en torno a la producción y distribución de los alimentos, el cambio climático, la globalización y, desde luego, el feminismo, muchas mujeres han encontrado en la agroecología una vía para enfrentar el futuro y construir el presente. En el campo, en las ciudades, y también en la academia.
Diseño y manejo de huertas de traspatio, herramientas de empoderamiento. Fotografía cortesía de Adlay Reyes Betanzos.
La explicación, tal vez, esté en la historia. O para decirlo más claro: en la historia de las mujeres.
En Las cazadoras de hongos, Neil Gaiman describe la relación entre las primeras mujeres y el origen de la ciencia. Debieron ser mujeres —dice el escritor— las primeras en abrir caminos donde solo había pedregales y arbustos, con el propósito de hallar alimento y medicina. Mujeres quienes, a través de la observación y la peligrosa experimentación, distinguieron las setas comestibles de las venenosas. Las primeras, además, que con ayuda de la experiencia hicieron más seguro el modo de venir al mundo a través del parto. Y mujeres también las pioneras en la recolección, siembra, trituración y transformación de las semillas, para la sobrevivencia de sus familias.
No es complicado hallar en la agricultura, la herbolaria y el procesamiento de alimentos un universo de conocimientos tradicional e íntimamente ligado a la historia de las mujeres.
Las mujeres y la agroecología
Grupos de mujeres han encontrado en la agroecología un campo de resonancia para saberes tradicionalmente resguardados por ellas: el rescate y conservación de plantas medicinales, el resguardo de semillas, el cultivo de la huerta para el cuidado y alimentación de la familia, etcétera.
Esos saberes, sin embargo, no suelen recibir reconocimiento. O más bien, el reconocimiento queda en otros lugares. Sobre la mesa del restaurante gourmet que lleva a su cocina el trabajo de los productores locales, en los artículos de revistas especializadas, en el informe de algún programa gubernamental o de alguna organización social. Rara vez llega de forma directa a las mujeres involucradas.
Es el caso de muchas mujeres mayas en las zonas productoras de café —dice la doctora en ciencias Lorena Soto Pinto, de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur) y miembro nivel II del Sistema Nacional de Investigadores (SNI)—, donde los huertos familiares se han reducido para destinar mayor área a los cafetales, con la consiguiente pérdida de la calidad de alimentación y el aumento en el consumo de alimentos chatarra.
Doctora Lorena Soto, investigadora de Ecosur y miembro del Sistema Nacional de Investigadores nivel II. Fotografía cortesía de Ecosur.“Se reconoce el trabajo de los hombres, pero no el de ellas, quienes saben distinguir lo que se come de lo que es veneno; que colectan, enseñan e intercambian materiales y conocimientos”.
Al respecto, añade la doctora Helda Morales, también investigadora de Ecosur y miembro nivel I del SNI, “hay mucho debate sobre si las agroecólogas tenemos una visión diferente a los compañeros hombres o no. Pero lo importante en la agroecología, como en otras ciencias, es crear espacios donde voces diversas sean escuchadas, porque solo así podemos resolver problemas complejos. Lamentablemente, quizá porque muchas de las personas que hacemos agroecología fuimos formadas en escuelas de agronomía, escuelas de hombres en su fundación, se promueve la diversidad, pero las voces que se escuchan son de hombres”.
No obstante, las experiencias de mujeres —científicas, campesinas, activistas— en el campo de la agroecología son multitud. Tienen en común una preocupación manifiesta por la calidad de vida y de los alimentos, la sustentabilidad, el cuidado del medio ambiente y el rescate y sistematización de conocimientos tradicionales vinculados con la agricultura.
Participación de mujeres en las brigadas agroecológicas para apoyar fincas dañadas por el huracán María.
Doctora Helda Morales. Fotografía cortesía de Ecosur.Mujeres y maíz
Históricamente, en México, las mujeres han sido las responsables de la preparación de tortillas de maíz y del proceso de nixtamalización que conlleva, que varía un poco de una raza de maíz a otra (son 59 razas, solo en el país). Por ello, explica Verónica Vázquez, investigadora del Colegio de Postgraduados (Colpos), “las habilidades y necesidades de las palmeadoras deben tomarse en cuenta en las políticas públicas encaminadas a la soberanía alimentaria de México”.
Se refiere a la Unión de Palmeadoras de Tlaxiaco, Oaxaca, organización de mujeres mixtecas dedicadas a la elaboración de tortilla artesanal, nacida en 1990 y que hoy cuenta con 89 integrantes originarias de 14 comunidades de Oaxaca. Poco más de la mitad de ellas, además, se consideran las principales proveedoras de sus hogares.
Para la también doctora en sociología, las palmeadoras oaxaqueñas promueven el consumo de maíces locales y estimulan su producción. La razón es que la mayoría de ellas compra el maíz criollo directamente con los campesinos locales o proviene de su propia parcela. Aunque cuando hay escasez, reconoce, adquieren también maíz híbrido con alguna empresa distribuidora. De ese modo, “contribuyen a la diversidad nutricional de la población, con la venta de tortillas hechas a mano con varios tipos de maíz”.
Apenas el año pasado, en su concurso de historias de mujeres rurales, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO, por sus siglas en inglés) otorgó dos menciones honoríficas a dos grupos de mujeres mexicanas: al Colectivo de Mujeres y Maíz de Amatenango del Valle, Chiapas, por su proyecto de hornos ahorradores de leña; y a la Unión de Palmeadoras de Tlaxiaco, Oaxaca, por la relevancia de su organización en la elaboración de la tortilla artesanal de maíz criollo.
El huerto como laboratorio
Molendera, Diego Rivera (1924), Museo Nacional de Arte, INBA.En abril de 2016, luego de un taller sobre alimentación que dio a través del DIF municipal como parte de una Investigación-Acción Participativa (IAP), la doctora en recursos naturales y gestión sostenible con enfoque en agroecología Mirna Ambrosio Montoya convocó a un grupo de doce mujeres beneficiarias de un programa social a crear un huerto comunitario.
El proyecto fue recibido con entusiasmo, y al cabo de un mes, el Ayuntamiento les facilitó el terreno donde comenzaría a funcionar, desde entonces y hasta hoy, el Huerto Agroecológico Colectivo Flor de Mayo.
Al principio del proyecto, muchas personas no creyeron que fuese posible cultivar algo en un terreno como ese: un área no fértil, con poco suelo y en pendiente. Pero nadie se amilanó. Las mujeres gestionaron materiales y lograron llevar unos cuantos camiones de tierra. Niñas y niños también colaboraron en la limpieza inicial. E incluso, consiguieron que cuatro estudiantes del Instituto Tecnológico Superior de Misantla —perteneciente al Tecnológico Nacional de México (Tecnm)— y de la Universidad Autónoma Chapingo realizaran su servicio social con ellas.
Arriba: Misantla, estudiantes de UCO, ITSM y UACh han intercambiado saberes con mujeres de Huerta Flor de Mayo. Abajo: Misantla, limpieza del terreno que posteriormente se convertiría en la Huerta Agroecológica Colectiva Flor de Mayo. Fotografías cortesía de la doctora Mirna Ambrosio.Uno de ellos construyó un arado manual similar al que había visto en Internet, pero adaptado a las circunstancias del terreno y del proyecto. Otros llevaron las tecnologías que conocían para hacer las terrazas. Al cabo de un tiempo, esas alianzas e intercambio de saberes las ayudaron a superar el difícil inicio.
Pero no solo se trataba de los problemas técnicos.
“El mayor reto fue y ha sido permanecer juntas. A las mujeres se nos complica más organizarnos para realizar tareas extras a las que ya tenemos en casa. Las mujeres que integran Flor de Mayo son madres de familia y trabajan. Que todavía tengan tiempo libre para asistir al huerto a veces es complicado. Sin embargo, durante el primer año trabajaron todos los días, por las tardes, para limpiar y acondicionar el terreno”.
Tal entusiasmo es explicado un poco más al sur de la geografía veracruzana por Adlay Reyes Betanzos, maestra en ecología tropical por la Universidad Veracruzana y estudiante de doctorado en agroecosistemas tropicales del Colegiode Postgraduados, campus Veracruz. El experto desarrolló un proyecto de investigación en los municipios de Paso de Ovejas y Manlio Fabio Altamirano, en el que trabajó con 28 mujeres. Luego de recibir talleres de manejo agroecológico —explica—, ellas mismas diseñaron sus patios familiares y decidieron las especies que querían sembrar.
“El hecho de diseñar su patio o una estructura para cultivar es una herramienta que puede detonar procesos de empoderamiento, pues visibilizan su trabajo, le dan importancia y se la dan también a sí mismas. El manejo del patio se convierte en un laboratorio de experimentación, donde las mujeres ponen en práctica sus conocimientos, con los nuevos que adquieren durante el proceso. En la forma de organización, además, se percibe en las mujeres un sentimiento de pertenencia, de identidad y de realización”, afirma Reyes Betanzos.
El huerto como un laboratorio de experimentación. Fotografía cortesía de Adlay Reyes Betanzos.
Algo similar a eso ocurrió con las mujeres de Flor de Mayo, en Misantla, quienes ven en el huerto un espacio de experimentación y recuperación de sus conocimientos tradicionales.
“Ellas mismas han ido consiguiendo sus plantas, llevándolas de los alrededores. A pesar de que viven en la cabecera municipal, casi todas son originarias de áreas rurales. Entonces sí conocen de las plantas silvestres comestibles y medicinales. Sí saben muchas cosas que la gente de la ciudad ya no conoce. De ese modo, han recuperado hierbas medicinales de la región, que ahora siembran incluso en sus propios patios”, dice la doctora Ambrosio Montoya.
Visiones distintas
A dos años de distancia, además de representar una fuente de realización, creatividad, alianzas, aprendizaje y recuperación de saberes, el Huerto Agroecológico Colectivo Flor de Mayo ha servido hasta de inspiración a otros proyectos; por ejemplo, para las mujeres del ejido Santa Cruz, quienes se acercaron a conocer el trabajo de Flor de Mayo y pedir asesoría para comenzar su propio proyecto.
“Al poco tiempo, los señores del ejido empezaron a asistir también a los talleres, interesados en el tema de los abonos, plaguicidas y en algunos fertilizantes foliares. Al final, abrimos un grupo para ellos”, explica la doctora Ambrosio Montoya.
Pero hay visiones diferentes: entre mujeres y hombres; entre mujeres y autoridades; e incluso entre mujeres y mujeres.
“Los señores, que son productores citrícolas, se han acercado porque la citrícola donde entregan su producción les está pidiendo productos orgánicos. Su interés es la comercialización. Las mujeres, en cambio, suelen pensar más en la salud, en el bienestar y la alimentación de sus familias. Es algo muy distinto. Aunque por otro lado, las señoras del ejido Santa Cruz siempre han tenido en mente montar su empresa. Ellas quieren comercializar en algún momento productos de herbolaria. Tienen fijo ese objetivo. Muchas de ellas han vivido en Estados Unidos, lo cual tal vez influya en la visión que tienen del huerto como empresa”.
En Flor de Mayo, sin embargo, opinan distinto, explica la investigadora. A pesar de que también elaboran jabones, tinturas, oleatos, jarabes, pomadas y otros productos, lo hacen mayormente para el uso de sus familias.
“En algún momento, Conafor (Comisión Nacional Forestal) ofreció un apoyo económico para conformar una cooperativa o alguna organización legalmente constituida, una empresa rural. Contrario a lo que podría pensarse, las señoras se pusieron muy tristes y preguntaron qué pasaría con el huerto si rechazaban esa ayuda. Cuando se les aseguró que no pasaría nada, rechazaron el apoyo. Dijeron que no”.
Comprender las razones detrás de esa negativa es un asunto complicado. La misma responsable del proyecto, la doctora Ambrosio Montoya, considera que una de sus tareas pendientes es analizar las razones por las que las mujeres de Flor de Mayo no desean comercializar lo que ya saben hacer. “No lo veo mal. No lo está. Solo me gustaría ver cómo lo están viendo ellas”.
Misantla, diseño de las áreas para sembrar hierbas condimenticias y medicinales. Fotografía cortesía de la doctora Mirna Ambrosio.
“Desde la visión de los agrónomos, que es la que tienen muchas autoridades oficiales, el huerto agroecológico es un desorden, porque no plantamos con la visión de los agrónomos. Porque para ellos producir es vender. Bajo esa lógica, si el proyecto no genera dinero, entonces no funciona. Pero ellas no lo ven así. Para ellas el huerto es ahora mismo un lugar de esparcimiento, donde pueden irse a distraer, a obtener alimentos sanos, a conversar, a aprender, y sí, a realizarse”.
Misantla, construcción de camas elevadas para sembrar hortalizas. Fotografía cortesía de la doctora Mirna Ambrosio.
En cualquier caso, decir que no, que se respete el derecho de las mujeres a decidir sobre el espacio que manejan y su modo de organizarse es algo digno de destacarse entre los resultados de Flor de Mayo.
Por otro lado, los cambios que ha generado llegan más allá de los límites del pequeño terreno que ocupa en Misantla. Hoy, forma parte de la Red de Huertos Escolares y Comunitarios (RHEC) y ha generado que más de 40 mujeres de Santa Cruz y Misantla comenzaran a diseñar sus propios huertos, de acuerdo con sus necesidades, condiciones y el espacio del que dispone cada una en su patio.
“Cuando nos sentamos a descansar, a comer alguna fruta o tomar un agüita, conversamos mucho. Ahí he notado que no solo han adoptado conceptos de la agroecología, sino que incluso sus conductas son distintas. Por ejemplo, en nuestras reuniones ya no ves refrescos ni desechables”.
Este trabajo y las imágenes que lo ilustran son resultado del Encuentro “Mujeres por la agroecología y la soberanía alimentaria”, convocado por AMA-AWA (Alianza de Mujeres en Agroecología, Alliance of Women in Agroecology) y realizado en marzo —en la víspera del Primer Encuentro Internacional de Mujeres que Luchan, convocado a su vez por mujeres zapatistas—, en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas.
El objetivo fue reunir a mujeres que trabajan con la agroecología y provienen de diversos lugares, desde la parcela, la academia y los movimientos sociales, para que intercambiaran experiencias. Participaron así mujeres provenientes de México, Guatemala, Canarias, Puerto Rico, Estados Unidos, Finlandia y Argentina.
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¿Qué es la agroecología?
El concepto de agroecología ha sido objeto de disputa durante largo tiempo. Desde la academia hasta el campo. No obstante, poco a poco ha ganado terreno la necesidad de abordar la agroecología como algo más que un conjunto de prácticas agronómicas.
Por ejemplo, el grupo de Agroecología, adscrito al Departamento de Agricultura, Sociedad y Ambiente, de El Colegio de la Frontera Sur (Ecosur), integra en el concepto de agroecología la ecología y las ciencias sociales, pues —dice— “debe promover procesos socioeconómicos, culturales y políticos que le confieran sustentabilidad”.
La razón es que la agroecología es ya un concepto del que se han apropiado diversos grupos en todo el mundo: movimientos campesinos, de agricultura urbana, colectivos que buscan reconstruir el tejido social de barrios y ciudades, docentes que ven en ella una herramienta pedagógica que reúne ciencia y conciencia ambiental, etcétera.
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